La muerte es uno de los grandes tabúes occidentales. Nuestra sociedad no sabe qué hacer con ella. Cuando llega el momento de abordarla lo hace como quien sostiene un fósforo a punto de agotarse: se deshace de él lo antes posible. Al no tener conciencia de nuestro propio fin cometemos el error de actuar como si fuésemos a vivir eternamente.
Por otro lado, la mayoría de nosotros tiene un inventario mental cargado de agravios, malas palabras y peores gestos recibidos durante años de las personas con las que hemos compartido —o seguimos compartiendo— una historia. Personas que te importan o te han importado, lo quieras reconocer o no; de lo contrario no estarías ofendido/a.
Por ejemplo: aquella acusación envenenada en la comida de navidad de hace tantos años. O quizá esa llamada de soporte y consuelo que tanto esperabas y nunca llegó. Da lo mismo. El caso es que te sientes traicionado/a. Aunque sabes que cada día que pasa se agranda el abismo lleno de incomprensiones que os separa, no haces nada por solucionarlo.
Al evocar momentos felices de un pasado común, estás a punto de bajar tus armas y buscar la tregua, pero en el último momento evitas dar ese primer paso que haría todo más sencillo.
—Más adelante hablaré con él/ella —te dices.
—Mañana le/la llamo —argumentas.
Tiene sentido, aunque hay un problema: quizás no haya más mañana.
El mañana no está asegurado. Contamos con él. Hacemos planes pensando en él. Lo damos por hecho porque siempre se presenta puntual a la cita. Hasta que un día no lo hace.
Nunca ha sido tan evidente como ahora.
Nadie sabe cuántos mañanas más le quedan, aún así aparentamos que ese día en el que haremos todo por última vez nunca llegará. Sin embargo, si tienes el valor de afrontarlo te darás cuenta de que esa es la única certeza: antes de lo que crees tú y yo y todas las personas que te importan ya no estaremos aquí.
Es solo en la angustiosa espera de unos resultados médicos cuando tenemos verdadera perspectiva y nos replanteamos nuestras decisiones. Ya nada es ni tan grave ni tan rígido. De repente todo es relativo.
Es solo al perder a alguien de forma repentina cuando nos damos cuenta de lo mucho que le echábamos de menos. Es solo al recibir esa llamada del hospital cuando todo el velo de orgullo disfrazado de indiferencia se evapora, dando paso al remordimiento.
Como nos indican incontables testimonios [Enlace a libro: Top 5 Regrets of the Dying] no es de lo que hiciste o dijiste de lo que te acordarás en tu lecho de muerte. Es de lo que no hiciste y no dijiste. De todo ese tiempo perdido. De todas formas no necesitas que te lo recuerde, todos intuimos que es así.
Marco Aurelio, el gran emperador y filósofo romano escribió hace miles de años esta cita en su diario (hoy conocido como Meditaciones):
Podrías abandonar la vida ahora mismo. Deja que eso determine lo que hagas, digas y pienses.
Nadie es eterno. Es igual de válido para las personas que te importan. Ellos tampoco lo son.
No existe la familia, amigo, compañero o pareja perfecta porque no existe el individuo perfecto. Deja que exigir a los demás un imposible. Lo que sí existe es la oportunidad de, a pesar de las ofensas, aprender a ponerse en el lugar del prójimo, perdonar, trascender y sacar lo mejor de cada uno.
Hoy puede ser la última vez que hables con tus padres. Hoy puede ser la última vez que despiertes a tu hijo. Hoy puede ser la última vez que abraces a tu pareja. Hoy puede ser la última vez que veas ponerse el sol. Recuérdalo antes de ofenderte. Recuérdalo antes de iniciar un drama innecesariamente largo. Recuérdalo antes de cortar un nexo que no puedas recuperar.
Controla tu ego, da tu brazo a torcer, sé el agente del cambio y ejemplo que todos tanto necesitamos. Exprime cada minuto de vida y saborea todas las experiencias con las personas que te importan.
Cada una de ellas podría ser la última.
Ellos podrían no estar aquí mañana.